UNA
CARA. Cámpora, presidente, recibe en Madrid las llaves simbólicas de la ciudad.
Ha viajado para acompañar a Perón en su retorno definitivo.
COMIENZA
LA RUPTURA. Pocos días después del 25 de mayo de 1973, la atención se trasladó
a Madrid, precisamente en Puerta de Hierro, lugar de residencia de Perón donde
paso gran parte de su exilio. La calle Naval-manzanos, desierta. El asfalto al
rojo vivo bajo el sol desaforado del verano. Y una consigna de la Guardia Civil
Española que custodiaba la puerta: “No acercarse. Esperar en la acera de
enfrente”. Adentro, en la quinta, ningún movimiento. En las siguientes 48 hs. un
alud de periodistas frente a la puerta: españoles, franceses, italianos,
brasileños, suecos, holandeses, alemanes, norteamericanos. Objetivo:
entrevistar a Perón. Resultado: nulo. Pero la verdadera historia, la crónica secreta,
lo que nunca se contó, empezó al mediodía del 15 de junio, cuando Cámpora, su
mujer Georgina Acevedo y una comitiva de sindicalistas, funcionarios y
guardaespaldas llegaron al aeropuerto de Barajas. El nuevo presidente venía a
buscar al viejo presidente para acompañarlo en su regreso definitivo a la
Argentina.
Sonaba
a fiesta, a triunfo. Sin embargo bastaron pocas horas para que la máscara feliz
cayera, rota y desteñida, y el peronismo mostrara su primera honda, trágica fisura.
Cámpora fue recibido por Franco con todos los honores. Hubo antiguos pendones
reales a lo largo del camino, uniformes brillantes, caballos con los cascos
lustrados y trompetas recién afinadas. El alcalde de Madrid puso en las manos
de Cámpora la gran llave dorada de la Villa del Oso y Madroño. Cámpora no pudo
evitar unas lágrimas. Sin embargo, los periodistas apretujados en el camión del
Ministerio de Informaciones y Turismo, sabían ya que esas lágrimas respondían a
otra emoción que nada tenía que ver con la reluciente ceremonia. En vano había intentado
Cámpora convencer a Perón de que asistiera al acto, Una excusa, la primera de
una larga serie (“No me siento bien, estoy resfriado”), se le había estrellado
en la cara como un cachetazo. Esa noche, en el palacio de la Moncloa, Francisco
Franco recibiría a Cámpora y a Perón en una cena de gala. Cámpora tenía listo
el traje, la banda presidencial, todo. Sin embargo, Perón ni siquiera había contestado
la invitación. Casi desesperado, Cámpora subió a su largo y negro coche y
enfilo rumbo a Puerta de Hierro. Detrás, los periodistas. Se abrieron los
portones. Entonces, por unos segundos, los periodistas pudieron ver a Perón.
Estaba sonriente. Calzaba zapatillas deportivas. Se había puesto un pantalón claro
y guayabera colorada. En la cabeza, un gorro de gran visera.
LA
OTRA CARA. Los periodistas esperaban en vano en Puerta de Hierro. Perón no
sale. Perón no recibe. Perón no asiste a los actos en los que Cámpora es
invitado de honor. Perón desprecia a Cámpora. En una reunión secreta le grita y
lo acusa. El Peronismo muestra una de sus más hondas fisuras. Después de cinco
tensos días, Perón aborda el avión del retorno.
Saludo
con las manos en alto y se repantigo en un cómodo sillón de caña. Borrosa, detrás
de una ventana, se le podía ver a Isabel Martínez. Los portones se cerraron.
Sin embargo, la Guardia Civil fue tolerante y permitió que los periodistas presenciaran
la escena a través del mezquino espacio que había entre las rejas y la gruesa
chapa de hierro que ocultaba la casa. Cámpora, de jaquet, con la banda
presidencial cruzada sobre el pecho, gimiendo bajo el verano, tembloroso y
vacilante, subió las escaleras de piedra y ya en el porche trato de abrazar a Perón.
Perón le tendió la mano y lo miro con severidad. Hablaron. Desde luego, los
periodistas no pudieron escucharlos. Al cabo, Cámpora se quitó la banda
presidencial y trato de ponerla en las manos de Perón. Perón la rechazo con un
gesto que podía traducirse así: “Vamos a ver… Lo voy a pensar”. Unas palabras más,
un saludo frio, media vuelta de Cámpora. Otra vez se abrieron los portones y el
coche largo y negro, a toda velocidad, se alejó hacia la carretera que lleva al
centro de Madrid. Fue imposible abordar a Cámpora, preguntarle qué había pasado.
Pero la entrevista no había durado ni diez minutos, y los gestos fueron bien
elocuentes. Cámpora se había acercado a Perón y Perón lo había despreciado.
Poco después empezaron a llegar las noticias a la vereda de los periodistas, vía
custodias, guardias, mucamos de la quinta. Cámpora le había rogado a Perón que
asistiera a la cena de gala en el Palacio de la Moncloa. Perón se había excusado.
Una excusa pueril: “Esta noche no puedo. Vienen unos amigos argentinos a comer”.
Para muchos, el mayor signo de desprecio fue el atuendo con que Perón recibió a
Cámpora, presidente de la nación, delegado, amigo.
Perón
sabía, por información directa de su servicio de seguridad, que Cámpora estaba
por llegar, con coche del gobierno español, vestido de gala y con banda
presidencial. Sin embargo no se tomó el trabajo de cambiarse la guayabera y ni siquiera
se sacó el gorro. Por otra parte, no asistir al Palacio de la Moncloa implicaba
un desdén a Franco, su amigo y protector. La pregunta era obvia: ¿Por qué Perón
había actuado así? No tardo en saberse. Al mediodía siguiente, pocos minutos después
que Isabel y Lopez Rega salieran juntos en un auto deportivo rojo, sin rumbo
conocido, Cámpora y Perón mantuvieron una entrevista de más de dos horas a
puertas cerradas. Cámpora salió de la quinta pálido y preocupado, mientras Perón
saludaba con las dos manos en alto a los periodistas, que no abandonaban la
guardia ni de día ni de noche. También por trascendidos, aunque de fuente
irreprochable, se supo lo que había ocurrido en la entrevista. Perón, con tono durísimo,
lo había fustigado por los sucesos del 25 de mayo en la plaza y en la Rosada
(canticos guerrilleros, incendios, saqueos, invasión), por haber aceptado
dejarse llamar “compañero presidente” en forma pública y sobre todo –esto, se
dijo, lo obligo a estrellar el puño contra el escritorio- por haber recibido en
audiencia oficial, en la Casa de Gobierno, a los delincuentes subversivos de
FAR, FAP y Montoneros, que le habían agradecido la liberación de los presos de
Villa Devoto y Caseros y el posterior decreto de amnistía. Para Perón, Cámpora
era un traidor. Para Cámpora, Perón era un traidor. La tragedia del peronismo
(o una de sus tantas tragedias) estaba ya desatada. Por la noche, Cámpora, su
comitiva y algunos residentes argentinos en Madrid fueron a comer al
restaurante “Tranquilino”, una parrilla que está cerca de Puerta de Hierro. La
comida fue copiosa y muy abundante en vino. En un momento, el cantor Hugo
Marcel empuño la guitarra, discurseo un rato y anuncio que iba a cantar un
tango que había compuesto para celebrar la victoria del peronismo. “Se lo
dedico al compañero presidente”, dijo, y arranco. A las pocas estrofas que aludían
previsiblemente a todo lo ocurrido en las elecciones de marzo y repetían machaconamente
los slogans peronistas, Cámpora inclino la cabeza y se puso a llorar. Se hizo
silencio. Poco a poco, todos abandonaron el lugar. Los últimos en salir
abrazados, fueron Cámpora, Rucci y el boxeador Gregorio Peralta, que en esos días
participo activamente de todos los actos.
Perón,
con tono durísimo, lo había fustigado por los sucesos del 25 de mayo en la
plaza y en la Rosada (canticos guerrilleros, incendios, saqueos, invasión), por
haber aceptado dejarse llamar “compañero presidente” en forma pública y sobre
todo –esto, se dijo, lo obligo a estrellar el puño contra el escritorio- por haber
recibido en audiencia oficial, en la Casa de Gobierno, a los delincuentes
subversivos de FAR, FAP y Montoneros, que le habían agradecido la liberación de
los presos de Villa Devoto y Caseros y el posterior decreto de amnistía.
Así
transcurrieron cinco días. Cámpora, presidente, amigo, delegado de Perón,
desesperado por conseguir de su jefe una audiencia, un gesto de apoyo, una
actitud cordial, corriendo de una punta a otra de Madrid y cada vez más débil en su posición política.
Perón, ex presidente y mandante de Cámpora, en su casa, sin rastros del resfrió
que le había servido como excusa, vestido de sport, despidiéndose poco a poco
de las autoridades españolas mientras el personal de la quinta preparaba a toda
velocidad las valijas. Por fin llego el amanecer del 20 de junio, el día de la
partida. A las seis de la mañana, Perón de traje oscuro, camisa blanca y
corbata azul entro en el auto que habría de llevarlo al aeropuerto de Barajas.
Franco lo despidió con honores de presidente. Poco antes de subir al avión, el
protocolo hizo que Perón y Cámpora debieran estar juntos en la tarima
alfombrada que sirvió para que Franco leyera las palabras del adiós. Pero ni
siquiera se miraron. Sus dos mujeres, tampoco cambiaron una sola mirada
cordial. Fue una partida tensa, hosca, dramática. Perón subió la escalerilla y
se hundió en la panza del avión mientras Cámpora, el último en entrar, seguía saludando
con las manos en alto, como si nada sucediera. Ya instalados, con el avión a punto
de despegar, un funcionario de la diplomacia española le pidió a Perón una foto
autografiada. Perón firmo con un marcador, pero la tinta resbalo sobre el papel
brillante y se borroneo. Entonces lo llamo a Cámpora y le ordeno que le trajera
un bolígrafo del saco, que había dejado en la parte de atrás del avión. Cámpora
obedeció en silencio.
Siete de la mañana. Perón parte rumbo al aeropuerto de Barajas. Luego, Argentina. El principio del fin.
Por la noche esa nota era la comidilla de la prensa extranjera. Era, también, un símbolo de todo lo que había ocurrido entre esos dos hombres en aquellos cinco días clave. Al otro día, el autor de esta crónica y los demás periodistas recibieron dramáticas noticias por la televisión española. Algo grave había ocurrido en Ezeiza, Argentina, el día de la llegada de Perón. La televisión no aclaro la dimensión de la matanza. Pero una semana más tarde, cuando el autor de esta crónica llego a su país, ya para conectarse definitivamente con la realidad –lejos Roma, lejos Paris, lejos Montecarlo- vio el bosque de Ezeiza quemado y yermo, como si miles de toneladas de bombas lo hubieran arrasado. Recordó entonces todo lo ocurrido entre Perón y Cámpora a lo largo de esos cinco días, y comprendió fácilmente que le quedaba muy poco lugar para la esperanza. Los días que siguieron, los años que siguieron, le dieron la razón.
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